Por Alejo Vidal-Quadras
Conceptos equivocados conducen automáticamente a políticas erradas.
Desde el ministerio de Hacienda se está llevando a cabo una campaña de información sobre la inminente reforma fiscal que tendrá, se nos dice, un carácter global y estructural, superada ya la etapa de las medidas urgentes destinadas a frenar la sangría de la prima de riesgo. En principio se trata de una buena noticia porque nuestro sistema tributario es notoriamente ineficiente, poco equitativo y flagrantemente injusto. De momento no se conocen demasiados detalles, salvo la satisfacción del titular de la cartera al anunciar que las rentas altas serán debidamente castigadas. El hecho de que los sectores más dinámicos, productivos e innovadores de la sociedad reciban como premio a su mayor contribución a la creación de riqueza y de empleo un severo palo impositivo no deja de ser curioso en un Gobierno supuestamente liberal, pero estamos acostumbrados ya a su gusto por la paradoja.
Antes de emprender cambios a fondo del esquema fiscal, hay una consideración sin la cual todo lo que se haga servirá para muy poco. España padece un exceso de gasto público en términos de PIB, que se sitúa por encima del 47%, lo que representa un esfuerzo que nuestro país no se puede permitir. Esa es la causa primera y fundamental del grave desequilibrio de nuestras cuentas públicas y, por tanto, mientras no se corrija este peso agobiante que nos impide crecer y generar puestos de trabajo cualquier reforma fiscal será vana. Aunque no existe una cifra canónica, el Gobierno ha de comprender que porcentajes de la riqueza nacional en manos de las Administraciones superiores al 40% lastran seriamente nuestra capacidad de salir de la recesión y de superar la crisis. Como sucede en cualquier orden de la vida, conceptos equivocados conducen automáticamente a políticas erradas, y hasta que nuestros gobernantes no entiendan y acepten que el objetivo de los impuestos no es redistribuir recursos, sino mejorar la eficiencia de la economía y aumentar la tasa de población ocupada, seguiremos abocados a la frustración y al fracaso. La fórmula ideal es la que combina un gasto público contenido y eficiente, unos impuestos moderados y un presupuesto equilibrado.
En España tenemos un Estado hipertrofiado, ineficiente y despilfarrador, un esfuerzo fiscal individual agobiante y un déficit descontrolado, lo que significa que la tarea a realizar es ingente. La conclusión es que los tres términos de la ecuación mencionados poseen una importancia similar, que la política fiscal es uno de los tres y que no existe una política fiscal correcta separada de un tratamiento adecuado de los otros dos. Nuestra desgracia es que los que conocen esta verdad imprescindible no se sientan en el Ejecutivo. ¿Qué por qué? Precisamente por eso.
La Gaceta