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Disolución política de España: Pacto secreto para salvar al régimen

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Por Josele Sánchez

Cada día son más las voces que sugieren la necesaria reforma constitucional que reconvierta a España en un Estado federal, como profilaxis ante las demandas secesionistas de Cataluña y de las Vascongadas. La tan cacareada reforma constitucional, previsiblemente consensuada entre PP y PSOE, será la coartada democrática para la autodisolución política de España.

Y mientras tanto, ¿qué pasa con la monarquía? Felipe VI reina siguiendo el camino trazado por su padre, con un estado autonómico que blinda a la corona a costa de la soberanía nacional y cede ante las pretensiones de las burguesías separatistas. La corona, constitucionalmente símbolo de la unidad y continuidad del Estado, está dispuesta a dar cobertura a la liquidación de los resortes unitarios de España que aún contempla el ordenamiento jurídico-político en vigor, amparando las reformas y ajustes necesarios para acomodar el concepto “nación” a las pretensiones secesionistas de Cataluña y de las Vascongadas.

¿Qué quieren decir cuando nos hablan de una España federal? Una España federal implica el reconocimiento de la existencia de estados previos que renuncian a su soberanía a favor de “la federación”. Como aquí no existen esos estados previos, lo que se pretende es que España, la única entidad soberana porque su soberanía reside en el pueblo español, reconozca como “naciones” a Cataluña y las Vascongadas y les dote de mayores competencias en materia de fiscalidad, descentralización judicial, educación, lengua, cultura… que supondrán un agravio comparativo con el resto de las comunidades autónomas y que, en consecuencia, hará que todos los españoles dejemos de ser iguales y se establezca categorías de primera y segunda. “La federación”, la España federal, pese a que abiertamente no se reconozca, explicitará el derecho de secesión, ya que una federación implica un pacto internacional para la unión en determinadas áreas entre estados independiente que conservan su soberanía y, por tanto, pueden romper este pacto discrecionalmente.

No sólo es el Molt Honorable Carles Puigdemont y sus socios de ERC y la CUP quienes aprietan las clavijas al Estado; el lehendakari Urkullu, en coalición bastarda con el PSOE vasco, prepara su proceso soberanista a la vizcaína, que discurrirá en paralelo con el proceso secesionista catalán, y que queda sellado en la “hoja de ruta” de la España federal que va a amparar la propia monarquía. El “proceso de paz” (un proceso de paz debe darse entre dos bandos en contienda bélica, aquí lo que hay es una sangriento grupo terrorista que anuncia que deja de matar), con ETA anunciando el cese definitivo de la violencia, sellando sus arsenales ante “observadores internacionales” y desactivando sus comandos, ha abierto el camino a lo que los secesionistas vascuences denominan “proceso de normalización del País Vasco” con la convalidación política e institucional de las siglas derivadas de ETA, las excarcelaciones de asesinos sanguinarios y el acercamiento de los presos a cárceles de las Vascongadas.

Presiones secesionistas, desde el norte y desde el noreste de España, que culminarán con la inminente reforma constitucional que dejará abiertas, de par en par, las puertas a la disolución nacional.

Y mientras tanto, ¿qué hace el rey? Lo que de verdad preocupa a la monarquía y, en consecuencia, al régimen, es su clamorosa crisis de imagen. Las corruptelas generalizadas, la salida a la luz pública de sus inmorales privilegios y de las conductas delictivas de sus élites.

Hasta hace bien poco existía, de manera tácita o explícita, un vergonzante pacto secreto a tres bandas: monarquía, Partido Popular y Partido Socialista Obrero Español. El bipartidismo, que ha ido sosteniendo “la Transición” como la columna vertebral del

sistema, se ha acojonado tras los últimos resultados electorales: la pérdida millonaria de votos del PP y el descalabro absoluto del PSOE. Por ello, el régimen está obsesionado con su alarmante pérdida de credibilidad. Así, ese pacto secreto del que hablo, no está en mi imaginación: el propio Felipe González ha sugerido que es necesario reforzar “el bipartito”,  incluso con un “gran pacto de Estado entre PP-PSOE”, poniendo como ejemplo a Alemania.

Y la otra opción, que también ha puesto en marcha la maquinaria del régimen, es la de “normalizar” a los nuevos partidos: intento de dulcificar la postura de Ciudadanos respecto a la reforma Constitucional y “democratizar” a Unidos Podemos, acercándoles a posiciones más socialdemócratas y menos radicales, que los integre en el redil y los aleje todo peligro de ruptura de la estabilidad. Iñigo Errejón está siendo un buen escudero de esta tentativa.

La operación para revitalizar el régimen se puso en marcha con la abdicación del monarca que, en ningún caso, fue un hecho casual. A Juan Carlos I se le garantiza la inimputabilidad desde el momento en que deja de ser Jefe del Estado. La apuesta por el nuevo rey Felipe VI es fundamental para el régimen, para el bipartidismo que lo sostuvo y para el multipartidismo que ahora habrá de sostenerlo: un rey joven, apuesto y preparado, casado con una plebeya, que viene a tapar las desfachateces cometidas por su padre y que es coreado por los medios de comunicación palaciegos para ofrecer a la opinión pública una imagen de inminentes reformas y regeneración moral. La Casa Real da signos de cambio y modernidad, abre una cuenta en Twitter e intenta renovarse pretendiendo que la figura de Felipe VI elimine de la memoria de los españoles a la princesa Corinna, a las cacerías de elefantes, a Iñaki Urdangarín… Felipe VI es el cartel estelar del regeneracionismo del régimen, el que como un mago sacará de su chistera las medidas que se implantarán de manera inminente, como pretendida “regeneración democrática” con las que contentar al pueblo español. Para ello resultan imprescindibles medidas consensuadas entre PP y PSOE (y mejor, todavía si se logra integrar en ellas a Ciudadanos y a Unidos Podemos) capaces de revitalizar el régimen y más con todo lo que aún falta por llover: “Bárcenas”, “Gürtel”, “los ERE de Andalucía”, “el caso Nóos”, “el caso Taula”, “la operación Púnica”… Infanta, cuñado de rey, ex-presidentes de comunidades autónomas, diputados, senadores, alcaldes y concejales que pueden terminar en las cárceles. Así las cosas no es descartable un acuerdo en forma “ley de punto y final”, una especie de intercambio de cromos que salve las vergüenzas de los unos y los otros.

Pero lo bien cierto es que ni PP ni PSOE, ni mucho menos Ciudadanos ni Unidos Podemos, son quienes deciden los destinos del régimen. Detrás del parlamento están los que realmente mandan en España, los poderes económicos: Banco Santander, Banco Bilbao Vizcaya [BBVA], Repsol, las compañías eléctricas, Gas Natural, los grandes empresarios… Todos estos son los que están más acojonados ante la situación política y un previsible estallido popular. Acojonados ante la aparición del populismo de extrema izquierda y, quién sabe si más pronto que tarde, del populismo de ultraderecha. Acojonados, también, ante el número creciente de abstencionistas, esto es, de desafectos al régimen. Las cúpulas del PP y del PSOE, que sostienen el régimen y la monarquía, líderes de opinión, tertulianos articulistas, periodistas y medios de comunicación adláteres del poder, se han lanzado a una campaña obsesiva contra Unidos Podemos, como si todos los problemas de España residieran en la formación dirigida por Pablo Iglesias que se les ha colado inesperadamente por los sumideros del sistema.

La «troika» sigue exigiendo más sacrificios, más rebajas salariales y más impuestos indirectos. El régimen (monarquía y “bipartito”) precisan de un fuerte bloque político que sostenga el sistema. España no les importa un carajo. Los españoles, tampoco. Lo único verdaderamente importante es salvar al régimen…

Artículo de Josele Sánchez publicado en el diario La Tribuna del País Vasco

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