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Francisco Franco y José Antonio Primo de Rivera, cara y cruz

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Por José María Zavala

Recuerdo el programa de Cuarto Milenio (Cuatro TV) dedicado a la figura del fundador de Falange Española, basado en la investigación de mi libro Las últimas horas de José Antonio (Espasa Calpe), que marcó pico de audiencia pese a su hora intempestiva de emisión, en la madrugada del domingo al lunes.

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Aquella noche la pasé en vela respondiendo como pude centenares de mensajes de jóvenes, en su mayoría de la izquierda, deslumbrados por la imponente figura de José Antonio, a quien empezaron a considerar ya desde entonces como uno de los personajes más tergiversados y manipulados de la reciente Historia de España que no tenía ni un pelo de franquista y mucho menos de fascista.

Flaco favor hizo a su memoria el propio Franco, apropiándose de lo mejor de la Falange para construir su régimen (como el sentido social de España que siempre propugnó José Antonio: esa España de la clase trabajadora, del obrero). Lo que significó desvirtuarla con su controvertido Decreto de Unificación, cuya oposición sin ir más lejos le costó al general falangista Juan Yagüe un confinamiento de 29 meses en su localidad natal de San Leonardo.

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Muchos siguen preguntándose hoy, entre otras muchas cosas, por qué Franco sigue sepultado en el Valle de los Caídos, a escasos metros de distancia de José Antonio, pese a no ser un caído en la Guerra Civil.

Sus diferencias

Nadie puede negar que eran dos personas muy distintas y sin duda incluso hasta diametralmente opuestas en más de un sentido, como evidencio en mi nuevo libro Franco con franqueza (Plaza y Janés), camino de convertirse en otro best-seller. Para empezar, Franco era un líder militar, mientras que José Antonio lo era de la política.

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El primero era parco en palabras y reservado, como buen gallego; al contrario que el fundador de la Falange, locuaz y persuasivo, dotado de un carisma avasallador, que dominaba, para colmo, el inglés y francés en aquella época en la que quien sabía sumar con los dedos era casi licenciado.

Franco, en cambio, se lamentó a lo largo de su vida por no saber inglés: “En ocasiones como ésta, siento de verdadero corazón no dominar el inglés”, entonó su mea culpa el 7 de mayo de 1950, ante una audiencia de congresistas estadounidenses.

Su ejército de aduladores, tan mermado hoy, aseguraba por el contrario que Franco dejaba a los intérpretes en sus audiencias con personalidades extranjeras que tradujesen las palabras que él ya conocía de antemano por falta de tiempo para responder como él hubiese deseado. Su relación con José Antonio se basó, como todas las de su vida, en su casi innata desconfianza. Franco recelaba de todo el mundo.

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Coincidió con el periodista y escritor Carlos Fernández Santander, gallego como Franco, en que éste, por mucho que digan algunos, jamás tuvo amigos íntimos: “Ni en sus años de Ferrol, ni en las campañas de Marruecos, ni en la guerra civil, ni en sus largos años de poder”, asegura.

“El más próximo a ser su amigo –agrega- fue Máximo Borrell, el eterno acompañante de cacerías y pescas, y ello porque éste sólo le hablaba de salmones, atunes y cachalotes”.

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Esa misma suspicacia y recelo le inducían a rodearse de colaboradores mediocres o menos inteligentes que él, salvo raras excepciones como la de Ramón Serrano Súñer. No toleraba que alguien brillase a su lado más que él. Y José Antonio, le gustase o no, resplandecía como un auténtico lucero.

Pasión por la lectura

Es justo reconocer que a los dos les apasionaban los libros. Uno de los primeros de cierta relevancia que leyó Franco fue una biografía del presidente ecuatoriano García Moreno que le prestó en 1911, con casi diecinueve años, su antiguo maestro Manuel Comellas. Sentía predilección también por las figuras de Alejandro Magno, Carlos V, Felipe II y Napoleón Bonaparte.

Durante la Guerra Civil, como recuerda su biógrafo inglés S. F. Coles, suscitó su interés El Príncipe, de Maquiavelo, comentado por Bonaparte. Al parecer, como no existía un solo ejemplar de esta obra en la zona nacional, su servicio de inteligencia lo estuvo buscando con ahínco en el bando republicano.

Entre sus autores predilectos se incluían, cómo no, sus paisanos Ramón María del Valle-Inclán y Wenceslao Fernández Flórez. Tras la Guerra Civil, cuando Aguilar editó las obras completas del humorista coruñés, éste le regaló los nueve tomos al Caudillo, que quedó encantado con sus dos novelas sobre la contienda, Una isla en el mar rojo y La novela número trece, amén de El bosque animado, que José Luis Cuerda llevaría años después al cine.

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Durante su estancia en Madrid como general de brigada, el doctor Gregorio Marañón le prestó varias obras políticas para escribir unos artículos, las cuales, en contra de lo que por desgracia suele ser habitual, el futuro Caudillo se las devolvió rigurosamente por medio de un ordenanza.

Revistas y editoriales

En 1928, como relata su biógrafo inglés Brian Crozier, se suscribió a la revista suiza Entente Internationale Anti-Communiste, cuya colección encuadernada junto con parte de su biblioteca privada se perdió en agosto de 1936, cuando una banda de milicianos requisó su piso madrileño.

Devoró también las obras de Mauricio Carlavilla sobre el comunismo y la masonería; así como Entre Hendaya y Gibraltar, de su cuñado Serrano Súñer. Pero nadie hubiese sospechado ni siquiera que el Caudillo llegase a ser cliente nada menos que de la editorial antifranquista Ruedo Ibérico, radicada en París y perseguida a toda costa por su propio régimen.

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La anécdota referida por Carlos Fernández, además de curiosa y deslumbrante, resulta muy ilustrativa sobre el denodado afán de Franco por mantenerse informado a toda costa incluso sobre las publicaciones “políticamente incorrectas” de entonces. Y no digamos ya a la hora de espiar a la Falange a través de la red APIS comandada por su inefable Carrero Blanco, como doy cumplida cuenta ahora en mi libro Franco con franqueza, informes incluidos.

Cierto día irrumpieron en la librería coruñesa Arenas dos policías que reclamaron al dueño, Fernando, la relación de clientes de aquellos libros prohibidos. La conversación discurrió por estos derroteros:

-Tarde o temprano nos enteraremos y será peor para usted –advirtieron los agentes.

-Está bien, les diré el más importante, aunque no sé si le van a poder detener…

–repuso el librero con una mueca de cinismo.

-¡A ver, díganoslo de una vez! –le apremiaron los policías.

-Pues miren, se llama Francisco Franco y vive en el Pazo de Meirás. Aquí tienen ustedes la relación del último pedido y el cheque que me acaba de enviar el señor Catoira, de su Casa Civil.

Huelga describir el rostro estupefacto de la pareja policial, que se retiró de allí sin hacer el menor comentario. Entre esos libros figuraban el de Huhg Thomas sobre la guerra civil española y el de Stanley G. Payne sobre la Falange.

La lista de José Antonio

José Antonio era, aun así, mejor lector que Franco. Sólo durante su estancia carcelaria, devoró muchos libros de su biblioteca particular de la calle de Serrano, 86, traídos por el secretario de su despacho de abogado, Andrés de la Cuerda.

Más información: – Tres breves argumentos antifascistas en José Antonio Primo de Rivera

Empezando por la Biblia que le regaló su camarada y amiga malagueña Carmen Werner y por el ejemplar de El Quijote proporcionado por Azorín, con una cariñosa dedicatoria en la que proponía que a José Antonio se le motejase “el Bueno”.

Entre aquellos volúmenes figuraba también la biografía del conde-duque de Olivares en la que su autor, el doctor Gregorio Marañón, estampó esta larga dedicatoria:

“Como la lectura de mi libro ha suscitado tantos comentarios, hasta el punto de establecer algunos un parangón con la interpretación que doy a mi biografiado y la figura de su padre, tengo interés en que sepa usted, admirado José Antonio, que esto no responde a ningún propósito determinado, ya que la figura del general Primo de Rivera aparece día en día clara y alta, diáfana y sincera, en el pensamiento de los españoles, agigantándose ante la labor del historiador”.

El instruido recluso releyó aquellos días La revolución de febrero, de León Trotski, en traducción directa del ruso de Andreu Nin, líder del Partido Obrero de Unificación Marxista (POUM), a quien los soviéticos, con la complicidad de los comunistas y del propio Juan Negrín, liquidarían salvajemente en junio de 1937.

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De Werner Sombart, leyó su obra más emblemática: L’apogée du capitalisme, en dos volúmenes; de Alexis Carrel, La incógnita del hombre; de Ortega y Gasset, uno de sus títulos predilectos: La rebelión de las masas; así como dos biografías de Hilaire Belloc: Cromwell y Enrique IV.

Otros dos libros completaban su “biblioteca carcelaria”: Historia de la filosofía, de August Messe, recién traducida por Zubiri y Xirau; y el manual clásico La conjuración de Catilina, de Cayo Salustio.

Una fe en común

Al margen de su apariencia física tan distinta también, Franco y José Antonio comulgaban con la fe católica. Ambos fueron testigos, junto a Pedro Sainz Rodríguez, de la boda por la Iglesia de Ramón Serrano Súñer con Ramona Polo, celebrada en febrero de 1932. Desde entonces, poco trato hubo entre ellos.

El primer reencuentro del que se tiene constancia es puramente epistolar: una extensa carta de José Antonio a Franco, del 24 de septiembre de 1934. En ella, el líder falangista prevenía al general del peligro inminente de la revolución de Asturias, tras su infructuosa entrevista con el ministro de la Gobernación:

“Ya conoce usted –advertía José Antonio- lo que se prepara: no un alzamiento tumultuario, callejero, de esos que la Guardia Civil holgadamente reprimiría, sino un golpe de técnica perfecta, con arreglo a la escuela de Trotsky, y quién sabe si dirigido por Trotsky mismo (hay no pocos motivos para suponerle en España). Los alijos de armas han proporcionado dos cosas: de un lado, la evidencia de que existen verdaderos arsenales; de otro, la realidad de una cosecha de armas risible. Es decir, que los arsenales siguen existiendo”.

José Antonio se despedía así de Franco:

“Todas estas sombrías posibilidades, descarga normal de un momento caótico, deprimente, absurdo, en el que España ha perdido toda noción de destino histórico y toda ilusión por cumplirlo, me ha llevado a romper el silencio hacia usted con esta larga carta… Por si en esa meditación le fuesen útiles mis datos, se los proporciono”.

La carta, que sepamos, no obtuvo contestación.

El contraste entre los dos era palmario: Franco, bajito y poco agraciado; José Antonio, alto, apuesto y con ademán juvenil.

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Dos años después, poco antes de las elecciones de febrero de 1936, José Antonio recurrió al cuñado de Franco para que le organizase una entrevista personal con éste.

El general acudió con sus andares sedentarios, de soldadito de cuerda, a casa del padre de Serrano Súñer, en la calle Ayala de Madrid. El contraste físico entre ambos interlocutores era palmario: uno, de 43 años, bajito y poco agraciado, con voz atiplada; el otro, de 32 años aún, alto, apuesto y con ademán juvenil.

“José Antonio –recordaba Serrano Súñer- estaba entonces obsesionado con la idea de la urgente intervención quirúrgica preventiva [un alzamiento en toda regla] y de la constitución de un gobierno nacional que, con ciertos poderes autoritarios, cortaran la marcha hacia la revolución y la guerra civil”.

José Antonio quedó desengañado tras aquel encuentro, como advertía el propio Serrano Súñer, que lo presenció: “Fue una entrevista pesada y para mí incómoda. Franco estuvo evasivo, divagatorio y todavía cauteloso… José Antonio quedó muy decepcionado y apenas cerrada la puerta del piso tras la salida de Franco se deshizo en sarcasmos hasta el punto de dejarme a mí mismo molesto…

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“Mi padre –comentó José Antonio refiriéndose al Dictador Miguel Primo de Rivera- con todos sus defectos, con su desorientación política, era otra cosa. Tenía humanidad, decisión y nobleza. Pero estas gentes…”.

Quisieron unir en una misma candidatura, por la circunscripción de Cuenca, al general y al fundador de Falange

La cosa no acabó ahí; poco después, los estamentos mayores de la derecha acordaron proponer a José Antonio como candidato para la segunda vuelta electoral que debía celebrarse en la circunscripción de Cuenca. Deseosos de una mayor espectacularidad, decidieron unir en la misma candidatura el nombre de Franco y el de José Antonio.

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Encarcelado entonces en la Modelo, el líder falangista se negó a concurrir a los comicios en la misma lista que Franco; encomendó a Serrano Súñer que gestionase en el círculo próximo al general su propia exclusión de la candidatura alegando sin más que no deseaba presentarse junto con el entonces comandante general de Canarias.

A lo que su hermano Fernando Primo de Rivera, preso también en la Modelo, apostilló con ironía, según recordaba Serrano Súñer: “Sí, aquí y para asegurar el triunfo de José Antonio no faltaba más que incluir el nombre de Franco y además el del cardenal Segura”.

El nombre de Franco perjudicó, en efecto, el de José Antonio. Aunque hoy, gracias a Dios, haya cada vez más personas que sepan distinguirlos.

Artículo de José María Zavala visto en el diario Actuall

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1 COMENTARIO

  1. QUE FRANCO SE APROVECHÓ DE FALANGE SI, PERO NO MAS DE LO QUE FALANGE SE APROVECHÓ DE LAS JONS.
    Leer: Revista LA PATRIA LIBRE (NUMEROS MAYO DE 1935)
    LA VERDAD OS HARA LIBRES!

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